Encuentro la ciudad desierta y apocalíptica; el silencio reina en cada calle y avenida como si nunca hubiera sido habitada siquiera. Para empezar, hago sólo 10 minutos desde mi casa hasta Prolongación Montejo (cuando por lo regular llegan a ser hasta 25). Luego, algo más llama mi atención, lo inusual ya no es el escaso número de autos, sino el nuevo accesorio de la termporada, un pedazo de tela azul anudado estratégicamente sobre el cabello recogido. Y es entonces cuando pienso:
- ¡Carajo! ¿dónde pueso conseguir uno de esos?
En seguida me detengo frente a una farmacia, el punto de reunión de estos nuevos entes ultra chic:
- Me da un cubrebocas, por favor - pregunto a la del mostrador.
- Lo siento señorita, están agotados... regrese mañana - y me recorre con una mirada de asco por no pertenecer al nuevo club VIP.
(Bueno, pienso, no se puede tener todo en esta vida)
Regreso entonces a mi casa sintiéndome increíblemente derrotada después del rídiculo que hice en la mañana. Y de nuevo, algo no es normal. Mi madre, siempre tan afectuosa, me aleja con un gesto que me hizo sentir como una Excelsa cualquiera:
- ¡No te me acerques! - grita - ¡vienes de la calle, ya estás contaminada!
- Pero mamá...
Y se podrán imaginar que de nada sirvieron mis intentos: rechazó mi beso como si se tratara de un perro con sarna.
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